…De vez en cuando, conviene retirarse para “hablar de amor con Aquel que sabemos que nos ama”... Y quise rezar con el “Padrenuestro”. Me apetecía, y no lo rehuí. Pero no me ceñí a las palabras escuetas, aunque llenas de contenido y plenitud. No. Fui desgranando cada palabra, cada petición, según el alma me lo pedía.
Padre: como ninguno de los de la tierra, ni siquiera como el mío, que era lo mejor que puede darse como padre, y que nunca agradeceré bastante ese regalo tuyo. Dios Padre-madre, plenitud de misericordia, amor, compasión… perdón.
Nuestro: de todos sin excepción, pero un poco más de los pobres, los que sufren, los desvalidos o esquinados por el mundo. Cuya paternidad nos hace hermanos, aunque nos duela reconocerlo, porque no sabemos ni queremos serlo. Padre nuestro.
Que estás en el cielo: No, no está en el cielo; el cielo está en ti. Mejor diría “que eres el cielo”, la esperanza de Vida, la alegría de sentirse salvado, el que me resucitará para llevarme contigo en un abrazo eterno. No hay otro cielo que no sea estar contigo.
Santificado sea tu nombre: Esta es la más importante petición, porque se refiere a ti, a tu nombre. Que todos te alaben y bendigan; que todos te respetemos y adoremos; que todos pronuncien tu nombre con cariño, con agradecimiento, con gozo. Que nunca se hagan las guerras en tu nombre; que no se pronuncie sin veneración, ni haya discusiones por el nombre que cada pueblo y cultura te atribuya. Que seas reconocido por todos, como el ”tres veces santo”. ¿Qué importa que te llamen Alá, Yawé, Padre… Pero a mí me gusta lo de Padre.
Venga a nosotros tu Reino: Primero en este mundo, y después en el otro. Ese reino de paz, justicia y amor. Ese reino que has sembrado en los corazones para que crezca como crecen las semillas. Ese reino que no es sino que se viva tu voluntad. Ese reino que va a depender mucho de nosotros, y un poquito de ti (y perdón por mi osadía). Ese reino que has puesto en nuestras manos para que crezca, y que podemos hacer, que se quede raquítico por negligencia, como la planta que carece de riego.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: ¡Qué difícil, Señor! Pero fue Jesús quien nos dijo que lo pidiéramos así. ¿Por qué no la cumplimos? Para ti nada hay imposible; solo nuestra terquedad lo puede impedir. ¿Por qué preferimos ser “hijos pródigos” sin volver a casa? Somos tan inconscientes que no nos damos cuenta de que tu voluntad no es sino que seamos felices. Preferimos y nos acordamos, como los israelitas en el desierto, de los ajos y cebollas de Egipto.
Danos, hoy, nuestro pan de cada día: Y mañana también, y todos los días. Pero a todos, también a los del tercer mundo. A ellos primero. No nos des solamente el pan de trigo, danos, sobre todo, el pan de la Eucaristía, para que aprendamos a partirnos y repartirnos como tú lo haces en tu Hijo. Y que ese pan, que a muchos nos das en abundancia, sepamos compartirlo. Entonces se repetirá el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Perdona nuestras ofensas: las de todos; pero las mías en primer lugar, porque son muchas. Perdón, perdón, perdón.
Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: Permíteme, Señor que corrija esta frase. No quiero pedirte que me perdones como yo perdono. No. Tu perdón es más generoso y pronto. Pedirte que lo hagas como yo lo hago, es perjudicarme a mí mismo. Tú lo haces mejor. Te digo simplemente “que perdones nuestras ofensas”. Pero eso sí, te pido que yo sepa perdonar a tu estilo, no tú al mío.
No nos dejes caer en la tentación: Desde Adán y Eva hasta hoy, somos tentados continuamente por el demonio, el mundo y la carne (como decía el catecismo que yo aprendí de niño). Aunque reconozco que la única tentación, causa de todas las demás, es no hacer tu voluntad. Sostén nuestra fidelidad. Es verdad aquello de que el espíritu es fuerte, pero la carne es débil.
Líbranos del mal: Sobre todo, líbranos de hacer el mal.
Félix González
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